lunes, 27 de febrero de 2012


El tirador de la puerta se escurrió de sus manos. Una diáfana y fresca espiral de atmósfera húmeda la envolvió. Posó el pie descalzo sobre la tercera baldosa más fría de la terraza, pero ni siquiera sentir la piedra glacial encadenándose a su desnudez logró provocarle un escalofrío. Colocó con lentitud la manta que llegaba a sus rodillas, la cual comenzaba a escurrirse por su hombro derecho, y continuó caminando hasta la barandilla desde la que podía ver todas las luces de su ciudad. A pesar de ello, no dirigió sus pupilas a la tierra: las alzó al firmamento. La bóveda celeste le correspondió con la imagen más alabastrina de todas las que ofrecía en su catálogo: Tan simple como la totalidad de las estrellas visibles, diáfanas, mostrándose en todo su humilde y aparentemente sencillo esplendor. Permaneció observándolas, inmóvil, mientras los satélites irisados tililaban, emitiendo un fulgor níveo. Decidió dejar caer la tela. Se sentía ajena al delirio engañoso  que se insinuaba entre las bombillas que hacían resbalar viejos rayos amarillentos por la piel de su espalda; el asco hacia lo artificial estaba arraigado en su indescifrable ser como un  filo atravesando cristal helado. No trató de delimitar constelaciones, de distorsionar la intrincada visión con finas líneas que sabía, no habían sido creadas a través del universo para alterar la gloria solitaria de los astros. La conexión entre los copos incandescentes es irreal, vana, engañosa. Creó mentalmente, sin embargo, grabados  intangibles en el cosmos al azar, y disfrutó permutándolos a su antojo; era una niña que adornaba con rubíes el recuerdo de las pasiones que expiraron en cada bocanada de aire vidrioso de su existencia. Separada por una frontera de millones de micras del espacio opaco que se adivinaba tras ella.

 Sobre el pomo, un ápice de fluido escarlata derramándose en latidos hacia el azulejo anteriormente inmaculado del salón.
El albor de sus dedos, manchados con el mismo tinte.
Surgiendo más allá del límite del sofá, una mano languidece en postura animal. Se apergamina, se arruga, exprime el preciado líquido carmín hacia la piel abierta en el pecho; muralla maternal inquebrantable; fuente de vida, sustento y armonía, distorsionada y transmutada en torrente sanguinolento.
Cuatro cuerpos más se intuyen anquilosados en una descuidada ciénaga rojiza, inocente alfombra convertida en espejo encarnado.
Segundos gélidos, invadiendo centímetro a centímetro la preciada sala hasta agotar cada memoria de juegos infantiles: Criaturas construyendo castillos velados, escondidas bajo la mesa, gatean salpicando agua bermellón, deshaciéndose, difuminándose. Subliman  el fingido bienestar padecido durante años, se desvanecen. Sólo queda pureza, silencio nítido. El sabor del éter.

La esfinge paralizada en el resplandor nocturno percibió una sombra torpe, que se situó bajo el preciso punto del patio al que se dirigía su cabello agitado por la brisa.
- ¿Pasa algo, bonita? Escuché ruidos extraños en tu casa hoy.
A desgana, descendió la barbilla y clavó sus ojos en el apagado espejismo.
- No se preocupe, ya está todo bien. Sólo fueron pequeños desencuentros. Ya sabe, cosas de familia.
La discontinuidad desaparece, su paisaje vuelve a quedar de un uniforme y suave ébano. Súbitamente las farolas de la urbe se extinguen, el fulgor que provenía del interior del edificio se sofoca, y el mundo sucumbe al destello de los asteroides.
Ella vuelve a observar el cosmos.